
Con el paso del tiempo, aquella relación contemplará el surgimiento de obras literarias como El Señor de los Anillos, las propias Crónicas de Narnia, algunas novelas de Charles Williams, e incluso amplios fragmentos de lo que se convertiría tras la muerte de Tolkien en El Silmarillion. Gran parte de estas obras evolucionó a partir de lecturas compartidas al calor del hogar, entre chascarrillos sobre la vida académica de la ciudad milenaria y chistes celebrados ruidosamente durante las interminables tertulias en las que los asistentes leían en voz alta sus propias creaciones, o se atrevían a avanzar trabajosamente, con la ayuda maestra de Tolkien, a través de las sagas islandesas, las Eddas o el Kalevala, leídas en la lengua original, mientras el humo de las pipas envolvía con su áurea mágica a los tertulianos, y se extendían por la estancia los aromas de la cerveza y otros licores, arrebatados los espíritus a una época más arcana, quizá incluso más feliz. Ese grupo de amigos, intelectuales más o menos vinculados a la vida académica de Oxford —el sistema Oxbridge—, pero todos unidos por una profunda amistad e intereses intelectuales comunes, se autodenominó primero los Coalbiters —del islandés kolbítar, “morder el fuego”, expresión aplicada a quienes se colocaban muy cerca del fuego a causa del intenso frío de aquellas latitudes— y más tarde, a partir de 1933, se convertiría en los célebres Inklings. De lo más políticamente incorrecto que ha contemplado la Historia, sin lugar a dudas. Afortunadamente.

Han pasado los largos años, y los tiempos han cambiado. La vida ha ido perdiendo, al menos a primera vista, su inmediatez mágica, su radical carácter sobrenatural. Parece que lo prosaico se va imponiendo, como una marea aparentemente imparable, que arrasa a su paso modos de vivir la existencia mirando hacia arriba —al Cielo— y hacia adentro —a la propia alma—. La desaparición de las tertulias en pequeños y tranquilos cafés es uno de tantos síntomas de la pérdida del tempo lento con que aquellos hombres vivían sus existencias, de un modo más pleno, más ancestral. La ausencia de grupos reunidos en torno a temas de conversación e interés comunes, de calado intelectual más o menos profundo, ha quedado rubricada por la proliferación de los nuevos lugares de reunión. En la mayoría de ellos las voces quedan ahogadas por una música que ha devenido ruido ensordecedor, confusión, aturdimiento voluntario. Imposible encontrar en tales lugares paz y sosiego para la conversación y el intercambio enriquecedor.
Por eso, es en este contexto cultural —quizá por contraste— donde autores como Tolkien y Lewis aportan su luz propia. Ellos alumbraron mundos imaginarios que son el de todos los días, transfigurado por la mirada amable y esperanzada de quienes están convencidos de que «no todo lo que es oro reluce» —como escribió Tolkien de Aragorn—, de que hay en la realidad más de lo que aparece a los ojos —Frodo o Sam son dos buenos ejemplos, como lo es Gandalf— y que, por eso mismo, hay que educar la mirada, para que el ser humano aprenda a descubrir la esencia que esconden las apariencias, la Magia de la vida y la verdad inscritas en el alma de cada mujer, de cada hombre. Pues saber mirar implica saber amar. Mientras tanto, cada persona sigue buscando su propio rostro, los ojos que le permitan descubrir quién es en verdad, como sucedía en el mito de Psique —por cierto, y no es casualidad, una historia recontada por Lewis en su obra Till We Have Faces.
La invención imaginativa traía consigo, para los Inklings, el redescubrimiento de otros mundos que pudiesen arrojar luz sobre éste, que llamamos real. Los relatos devenían, así, hallazgos (del latín invenire, “encontrar, hallar”), nuevos territorios para el conocimiento —para el auto-conocimiento, en primer lugar—. Y de ese modo la metáfora, la radical capacidad de las palabras para designar la realidad que se nos presenta, en expresión de Mardones, “grávida de ambigüedad y polisemia”, convertía la poesía en medio no sólo de goce estético, sino en vehículo de epistéme, de conocimiento. Inventar mundos coherentes implicaba para los Inklings un aumento en la ciencia de este cosmos, y de cada individuo dentro de él. Existir en ellos a través de la lectura suponía llegar a ser más plenamente uno mismo; nada que ver con escapismos o evasiones infantiles en busca de Nunca Jamás.

Las Crónicas de Narnia constituyen un ejemplo particular de este concepto de magia y vida como planos existenciales yuxtapuestos, paralelos, donde uno sirve de umbral para el otro. Los siete libros que componen la serie fueron escritos por Lewis entre 1950 y 1956, siendo el primero de ellos, The Lion, the Witch and the Wardrobe, sin duda alguna el más representativo del páthos general, el más conocido y, quizá, aquél cuyo significado alegórico encierra de modo más coherente e intencional lo que el autor pensaba sobre el sentido sacrificial de la vida de Cristo, su Muerte y Resurrección. A lo largo de las Crónicas, algunos episodios y nombres muestran la influencia de ciertos pasajes de El Señor de los Anillos, obra que por entonces se encontraba en avanzado estado de revisión para ser editada por Allen & Unwin, y que había sido leída públicamente durante las tertulias de los Inklings, en diversos pubs y colleges de Oxford, entre 1937 y 1949. Con todo, las fuentes en las que Lewis bebe están más vinculadas al imaginario de la época victoriana, poblado por aquellas “hadas” shakespeareanas bajo cuyo hechizo cayó incluso Poe, y que tanto llegaría a denostar Tolkien a partir de finales de la década de 1920, a medida que su propia mitología alcanzaba una mayor complejidad y coherencia. También se puede rastrear en ellas la tradición tardomedieval-renacentista de las criaturas que habitan el mundo mágico retratado por Edmund Spenser en su The Faerie Queene, frente a los caracteres inspirados en la tradición del Norte de Europa que hollan los senderos de Beleriand, Númenor y la Tierra Media.
El sobrino del mago es el título que inaugura las Crónicas desde el punto de vista de la cronología interna de la diégesis como un todo, aunque fue publicado en penúltimo lugar, en 1955. Narra las aventuras que viven un niño y una niña, Digory y Polly, tras descubrir unos anillos mágicos de colores, creación de un mago despistado y egoísta, que les permiten atravesar el umbral hacia un universo mágico. Allí son testigos —¡oh maravilla!— del momento mismo de la creación de Narnia por Aslan, el león todopoderoso que gobierna la particular forma en que Fantasía —como mundo posible o secundario, en la terminología de Tolkien— se encarna en la imaginación de Lewis. Durante el proceso de creación de Narnia, la malvada Bruja Blanca es despertada, desencadenando su afán de posesión y dominio absolutos. A partir de ese punto, la batalla está servida y, a través de ella, el proceso de maduración de los personajes y su crecimiento hacia la compleción de todas sus capacidades morales.
A lo largo de las aventuras que tienen lugar a medio camino entre el mundo “real” y Narnia —algo que también ha influido en la disposición bipolar del universo literario de Harry Potter, donde muggles y seres mágicos conviven en un mismo escenario, mostrándonos la permeabilidad entre ambos mundos, presentados en un mismo nivel de existencia ontológica—, Lewis desarrolla más y más un triple punto de partida esencial: la vinculación primordial entre Aslan y su creación; el odio radical de las fuerzas del mal en su intento de combatir al León; y el papel providente de lo que el autor llama “hijos de Adán” e “hijos de Eva”, como agentes —las causas segundas— de la peculiar noción de “gracia” que se observa en los universos imaginarios que poseen un éthos consistente, comprensible para cualquiera.

Pues, como Tolkien expuso en su poema Mitopoeia (literalmente, “el arte de contar historias”) «el corazón humano no está hecho de engaños/(...) aún creamos según la ley en que fuimos creados (...)», ya que somos imagen y semejanza de un Creador, y como escritores —como artistas en el amplio sentido de la expresión, puesto que cada ser humano es artista de su propia existencia, y de la de los otros— nos atenemos a las reglas de creación de los mundos posibles. Esas normas, para aquellos ilustres oxonienses, procedían del poder subcreador de la(s) palabra(s): lógoi que hacen real, viable, el Lógos como designio creativo, como plan cósmico que se desarrolla según sus propias normas de coherencia interna. Las Crónicas de Narnia no defraudarán ese afán profundamente humano de emprender un viaje interior de la mano de la palabra creadora —verbum, el Verbo— hasta llegar al fondo de uno mismo. Palabra de Aslan.
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